26 de agosto de 2012

Mi encuentro con la muerte


Era una tarde de sábado como cualquier otra, estaba en una lucha contra un espíritu motero que me quería poseer mientras yo intentaba exorcizarlo, estaba nervioso y prefería no salir esa tarde.

Pensé que solo era un poco de miedo o respeto a mi nueva compañera, el hecho de estar estrenando una máquina que me triplica en peso y me supera en altura no era algo menor. Sin embargo sabía -lo acepto solo hasta ahora- que mi sensación era aberrantemente afectiva, la misma que se experimenta cuando se va a tener intimidad con una mujer a la que uno quiere impresionar.

Encuentro con la muerte
Se que es un planteamiento algo extraño pero les puedo asegurar que no era otro el sentimiento que me embargaba. Es que definitivamente montar una maquina a la cual apenas estaba conociendo, sobre la que tenía puestas las mayores expectativas de placer y saber que a pesar de esto era potencialmente peligrosa, me ponía a transitar entre la ansiedad y el miedo, no es fácil saber que un poco de más o de menos en el acelerador o en el freno podía convertir este sueño en una pesadilla mortal.

Justo en plena lucha contra el espíritu motero, suena el celular, era una invitación para salir a rodar un rato. Esa llamada fue equivalente a la voz de ese amigo motivador que todos tenemos, ese dispuesto a llenarnos de ánimo en el momento en que las dudas y la inseguridad nos acompañan, el que dice “Hágale, no desaproveche esa oportunidad, una vieja tan buena como esa no se le vuelve a aparecer y si se la encuentra no se va a fijar nunca en usted” malditas voces de ánimo que solo avivan la hoguera del terror, finalmente es el todo por el nada.

Y como una carne término medio, cocida por fuera y cruda por dentro, salí a rodar, lo que nunca me imaginé fue que esa desprevenida tarde me iba a llevar a encontrarme con la muerte.

Después de unos pocos kilómetros recorridos nos detuvimos en el primer pueblo sabanero que encontramos, un restaurante vacío y frío nos dio una calurosa bienvenida.

Una vez en el restaurante y luego de unos minutos de conversación el amigo con quien me encontraba comenzó a contarme sobre un proyecto laboral que quiere realizar, el cual por simple respeto no voy a detallar, pero solo puedo decir que está relacionado con pacientes terminales.

De inmediato y como en la película Volver al Futuro, viajé al pasado, me acordé de una novia que tuve cuando estaba terminando el colegio, ella decidió estudiar medicina y recién ingresó a la facultad se instituyó la ley 100, sobre la cual no quiero hacer mayores observaciones, salvo que considero que ayudó a dar un paso adelante en lo concerniente a salud en este país, han pasado cerca de 20 años desde entonces y creo que la lectura que ella tendrá deberá ser un poco diferente a la que le dio en su momento, la cual se podría resumir como “ley por medio de la cual los médicos trabajarán mucho y ganarán muy poco”.

Ese momento adolescente de mi vida me marcó, porque no entendía cómo una persona decidía estudiar medicina para hacerse rica y no para servir. Desde entonces mi idea de los servicios médicos no iban más allá de un inhumano negocio.

Pero quién se iba a imaginar que en esa tarde de sábado entendería que esa posición no era más que una falsa creencia, una idea particularmente equivocada, como puede ser la del ex presidente Uribe al pensar que la paz solo se consigue con la guerra y que el deber del Estado no es velar por la vida de los colombianos sino el de exterminar a los que, por las misma circunstancias de falta de educación de este país, se pararon en la tribuna de enfrente.

Tratando de entender el negocio que planteaba mi amigo me di cuenta de que un servicio médico, humano y de alta calidad debe costar y que el hecho de que sea lucrativo no es un pecado, los jesuitas supuestamente no se lucran, lo que no quiere decir que vivan en la indigencia, entonces entendí que además de todo podría decirse que vivir cómodamente no necesariamente debería verse como un lucro indiscriminado.

Una vez superado el prejuicio el tema fue la muerte y fue ahí en donde por primera vez entendí, que paradójicamente, la muerte hace parte de mi vida, la llevo presente, la recuerdo a diario y es lo que posiblemente me mantiene vivo.

Quizá la muerte culturalmente ha sido estigmatizada y muchos temen encontrársela por lo que prefieren huirle, pensar que no existe y esperar desprevenidamente a que un día se les presente, los visite y en ese momento comenzar a entender que la muerte hace parte de la vida, eso solo lo entendí hasta ese sábado y recordé como muchas culturas indígenas celebran cuando sus seres dejan este espacio, creo que el miedo a la muerte es simplemente un apego egoístas, queremos tener a las personas que amamos a nuestro lado con una indiferencia total al ciclo de la vida, a lo que es o puede ser, así no sea nada.

Y con respecto a nuestra propia muerte, pensé que es fundamental, si queremos vivir tenerla presente. Saber que ronda, nos observa y que está esperando una oportunidad para llevarnos con ella; eso no quiere decir que le debemos temer, simplemente deberíamos, en la medida de lo posible, vivir en función de la vida, disfrutarla y saber que si nos montamos en un avión podemos morir pero para disfrutar de un viaje hay que correr riesgos, no sé si valga la pena correr riesgos que nos acerquen a la muerte si realmente no nos hacen sentir verdaderamente vivos.

Proteger la vida no significa encerrarse a comer sano, significa disfrutar con responsabilidad, beber hasta antes de perder la conciencia, conducir con cinturón de seguridad y vivir con intensidad porque… yo no sé mañana, claro que esto último es una tarea pendiente que intento hacer.  

Este post se lo dedico especialmente a la muerte que siempre me acompaña a donde voy y a la cual espero seguir sacándole el cuerpo como hasta ahora.