24 de julio de 2012

¡Que maldita costumbre!


Por momentos la vida me va sumergiendo en su cotidianidad con la firme intensión de ahogarme y llevarme al “más allá”, el cuál no termina siendo sino el “más acá”. Y entre más acá estoy, la desesperanza comienza a corroer mis sueños.

Vivir en una ciudad en la cual la polución, el ruido, las largas distancias, el frio, la lluvia, la inseguridad y la indiferencia cohabitan en perfecta armonía, me lleva a abandonar la idea de un ideal.

Seguramente por el hecho de despertarme todos los días en una ciudad que no me permite ver el horizonte, por estar cercada entre montañas que deambulan de la opulencia a la miseria, y por construcciones de grandes arquitectos y miserables maestros de obra es que no logro creer en que los sueños se pueden materializar.

Tampoco creo que sea la ciudad de la desesperanza, creo que es la ciudad de la indiferencia, en donde alguien desde un apartamento de cuatrocientos metros en el piso diez de un edificio clavado en la montaña puede sentir el mundo a sus pies. Mientras que a unos cuantos metros otro habitante de esa misma montaña se siente clavado a una cruz,  al ver a su hijo moribundo desplomarse a sus pies, y al mirar hacia abajo ve esa misma ciudad, la que otro siente tener sus pies, pero con una perspectiva diferente, la ve llena de gente afortunada, de edificios y de carros llenos de seres que no tienen porqué temer, de personas que no corren el riesgo de acostarse sin comer y para las cuales la idea de que montar en un Transmilenio es un castigo, cuando en realidad es un privilegio de los que pudieron optar por tomarlo y no tuvieron que escoger por caminar y comer.

Es triste que no podamos entender que, a pesar de que la veamos como una ciudad de mierda, la ciudad somos nosotros, vosotros y ellos, y no solo usted, el y yo.

Justo cuando quiero quejarme encuentro mil razones para agradecerle a la vida su generosidad y me lleno de ganas de seguir soñando en eso que –no se que tanto- anhelo, pero que si soy objetivo, debo confesar que puedo vivir bien, mientras tanto.

2 comentarios:

micifu dijo...

La ciudad tiene esa peculiaridad de ser envolvente e inevitable, lo que la hace poderosa haciendo a veces invisible los sueños a nuestros ojos o bueno a otros ojos porque, cómo bien lo dices tu "podemos vivir mientras tanto"

Santiago Sarmiento dijo...

Me quedé pensando en el "envolvente e inevitable", me gustó como sonó, aunque creo que es más una ciudad "inevitablemente envolvente" a pesar de eso, conozco personas que no se han dejado envolver o han escapado con éxito para dejar volar sus sueños australes y eso es lo realmente valioso... soñar. Que bueno volver a leer tus opiniones.